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El gusto de los bilbaínos por los dulces, extensivo al resto de los habitantes de Vizcaya, ha sido siempre objeto de los comentarios de propios y extraños. De siempre, bajo pretexto de acercarse al Casco Viejo de Bilbao, ya fuesen los lugareños o los llegados de otros pueblos de la provincia, encontraban una oportunidad para entrar en cualquiera de las tradicionales pastelerías y confiterías que jalonaban esta parte de la ciudad, con el propósito de dar buena cuenta de los productos que se ofrecían.
En el Casco Viejo se reunían ya en el último cuarto del siglo XIX algunas de las tiendas del Bilbao de toda la vida, entre ellas, confiterías y pastelerías de reconocido prestigio. Esta labor dulcera no se puede desvincular de una serie de factores inherentes al propio devenir de la población de la villa y a su cultura culinaria. En toda Vizcaya, la tradición por el buen comer siempre ha sido un hecho y, dentro de ella, los postres han pervivido como un elemento esencial. En la base de esta repostería se encontraban los productos lácteos y sus derivados, al igual que los huevos, de los que Bilbao contaba con un buen suministro cercano, tanto en calidad como en cantidad. Otro tanto pasaba con las harinas y los azúcares importados a unos precios relativamente asequibles.
Sea como fuese, la proverbial fama de la pastelería bilbaína fue extendiéndose y, con ella, la afición no ya solo de sus habitantes, sino también de sus visitantes, por deleitarse de una rica variedad de dulces que, ha decir de los entendidos, no se daba en ninguna otra ciudad del Norte de España.
Cuando en 1908 se presentó en Bilbao el libro La Pastelería, firmado por Emiliano de Arriaga bajo el seudónimo de Un Chimbo, se daban todas las claves que el fenómeno de estos establecimientos suponía para Bilbao. Esta obra estaba ambientada en torno a 1850, con la capital vizcaína de fondo, ciudad en la que las pastelerías eran el centro de reunión preferido por sus habitantes. En efecto, el gusto de los bilbaínos por pasar el rato en las pastelerías, donde podían deleitarse con sus dulces, era algo que estaba muy ligado a la idiosincrasia de los habitantes de esta villa.
El cronista Antonio Trueba indicaba que a principios del siglo XIX ya había cafés en Bilbao, generalmente regentados por italianos ó suizos. Un francés de origen italiano, apellidado Rovina, abrió uno de estos establecimientos antes de la Guerra de la Independencia en la calle del Correo. En 1814 le traspasó el local a un suizo de apellido Bélti que, a su vez, se lo traspasó al año siguiente a dos compatriotas suyos, llamados Francisco Matossi y Pedro Franconi. Este último contaba con una merecida fama en Bilbao, por unos pasteles que elaboraba y vendía en las romerías. Ambos socios decidieron dar el nombre de Café Suizo a su local. Este modelo de establecimiento, mezcla de café y pastelería, fue extendiéndose por distintas capitales españolas, de la mano de los mismos propietarios del Café Suizo de Bilbao.
Una de las primeras pastelerías de las que se tiene reseñas en Bilbao era el establecimiento de Las Delicias. Estaba situada en el Casco Viejo de la villa y con motivo de los carnavales de 1877 ya anunciaba la venta de la riquísima crema para tostadas. Además, se facilitaban prospectos para que se pudiesen confeccionar las tostadas con más facilidad y mejor acierto.
Foto: foéÖþoooey.
En Bilbao, el gusto por lo dulce se iba refinando a la par que se iban abriendo nuevos establecimientos que ofrecían una esmerada variedad de productos. En 1884, la pastelería La Palma Bilbaína, hacía saber a su clientela que, además de hallarse surtida de todo cuanto abarcaba el ramo de la confitería, pastelería y repostería, encontrarían en este establecimiento los sabrosos pasteles que recibían nombres como: Milasone, Solferinos al moscatel, Alfonsinos, Severines al marrasquino, Libros de hojaldre, Píos nonos, Mantecadas de Astorga y Vizcaínos de avellana. Además, también se elaboraban novedades en pasteles de hojaldre y de cualquier clase que se le encargase. Y claro, tampoco había que olvidar el esmeradísimo y novedoso servicio que este establecimiento prestaba gratis, para convites de bodas y bautizos.
La pasión de los bilbaínos por los pasteles no parecía decrecer, a pesar de las noticias que llegaban sobre adulteraciones en la fabricación del azúcar, amén de que se considerase a este producto como un elemento de transmisión de graves enfermedades como el cólera y de que, con la pérdida de las colonias de las Antillas, aumentasen los impuestos que recaían sobre él. Por ejemplo, con motivo de la celebración del día de San José en 1890, se comentaba desde los periódicos bilbaínos, que los que realmente hicieron su agosto por esa festividad fueron los confiteros de la villa. Tanto por las calles como por las casas de Bilbao, al igual que por los lugares habituales de concurrencia en los días festivos, hubo semejante ir y venir de colinetas, de pasteles y de dulces, que era imposible no caer en la tentación de agasajarse con una de estas exquisiteces aunque uno no se llamase Pepe o Pepa. Y es que la tradición rezaba que en fecha tan señalada se obsequiara a los que celebraban su onomástica con un pastel, o cualquier otro tipo de dulce que se terciase.
Para el día de Todos los Santos del mismo año, las pastelerías y confiterías de la villa, aumentaban la producción de sus obradores para hacer frente a la demanda de los buñuelos de viento, cuyo consumo era obligado en esta indicada festividad. La Confitería de la Gran Vía, comunicaba a su clientela que para esta fecha estarían disponibles en su establecimiento los tan renombrados y exquisitos buñuelos de viento (Beinets), elaboración especial de esa casa. Eso sí, este establecimiento suplicaba a su respetable clientela que hiciese los encargos a tiempo.
Al hilo de estas noticias, hay que tener en cuenta que el mundo de la repostería ha contado siempre con su propio calendario. Tradicionalmente, el consumo de dulces se asociaba a una serie de festividades, unas veces religiosas y otras paganas y, en cada una de estas fechas, se daba buena cuenta de uno o más tipos de dulces que eran exclusivos de esa celebración. De este modo, el 6 de enero, festividad de Reyes, se consumía el Roscón; el tres de febrero, San Blas, los macarrones, las roquillas y los mendaros; el 19 de marzo, San José, todo tipo de dulces para los que cumplían ese día su onomástica; en Carnavales, las tostadas de pan y de crema; el 1º de noviembre, Todos los Santos, huesos de santo y buñuelos; en Navidades, turrones artesanos, mazapanes y angulas de mazapán. Por supuesto que estas tradiciones se cumplían a rajatabla en Bilbao.
Se acercaban las Navidades del año 1890, y con ello la gran oportunidad esperada por todos los amantes de los dulces para disfrutar de ellos más que en ningún otro momento del año. A esto había que añadir que la costumbre de los bilbaínos de regalar dulces con motivo de estas fiestas se estaba extendiendo, conforme a la moda imperante en otras capitales europeas. Con motivo de la campaña de Navidad de 1890, la Confitería Navea, anunciaba que estaba recibiendo diariamente exquisitos géneros de dulces para los regalos de Navidad, de Fin de Año y de Reyes. Del mismo modo, la Confitería de la Gran Vía, publicitaba su inmenso surtido en turrones de sabroso mazapán, anguilas, caprichos, cajas de todos los tamaños e infinidad de artículos variados propios de esa temporada, además de su especialidad en turrones de guirlache y de gramúa, y también panecitos pequeños de turrón, de nieve, miel, etc. etc.
Con la llegada del siglo XX, las pastelerías y las confiterías bilbaínas fueron refinando, aún más si cabe, sus propuestas. El Casco Viejo de la villa, dejó de ser el tradicional bastión de este tipo de actividades comerciales y, en el Ensanche de la misma, a los establecimientos que de este tipo ya existían, se fueron añadiendo nuevos locales de una elegancia que podían competir tanto por la exquisitez de sus salones, como por el prestigio de sus productos, con cualquiera de los cafés de las más renombradas ciudades de Europa. Uno de los más afamados de estos establecimientos fue el Lion d’Or, café, repostería y confitería, que contaba con un salón reservado para señoras y familias, además de un servicio esmerado de té y chocolate. Del mismo modo, ofrecía exquisitos dulces nacionales y extranjeros, amén de sabrosos postres.
Pero no todo era dulzura en el sector confitero bilbaíno. En 1915 dio comienzo lo que se dio en llamar el problema de las subsistencias, es decir el incontrolado y constante aumento de los precios de los productos de primera necesidad, en particular del de los alimentos, sin que los sucesivos Gobierno promulgasen unas medidas efectivas que frenasen esta carestía. Por lo tanto, las materias primas utilizadas para la elaboración de los dulces, sobre todo el azúcar, se vieron afectadas por fuertes subidas.
El conflicto de las subsistencias era seguido con avidez por la prensa de la época y a mediados de 1921, desde los rotativos bilbaínos se comentaba que mucho se trataba de las fluctuaciones de los precios del pan, del aceite o del carbón. Sin embargo, nadie mentaba a los pasteles que, aunque no eran un artículo de primera necesidad, tenían no pocos partidarios. En los primeros años de la Guerra Europea, dos pasteles costaban veinticinco céntimos; después su precio fue aumentado a treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinto y cincuenta céntimos. Cesó la guerra, se firmó la paz, bajó el precio del azúcar, el de los huevos, el de la leche y el de la harina, pero los pasteles seguían costando a real cada uno. Se preguntaba el reporter que cubría esta noticia, sí esto era justo, sí era equitativo, e incluso, sí hasta era moral.
Foto: Gaetan Lee.
Acercándonos a los años treinta del siglo XX, la fabricación del dulce en Bilbao había pasado de ser una actividad de unos cuantos pequeños obradores de pastelerías, a ser una industria que movía un importante volumen de negocio. Algunas de las pastelerías de toda la vida aún pervivían, pero, a modo de ejemplo, la casa más importante del norte de España en cuanto a la fabricación de dulces, La Aldeana, estaba instalada en Bilbao.
Por estas fechas, un nuevo elemento vino a añadirse a la devoción de los bilbaínos por el dulce, nos referimos a los turroneros que, provenientes del levante español, se acercaban todas la Navidades hasta esta villa para vender sus productos. En 1928 desde los rincones de los portales y en los huecos que algunos comercios les cedían, ofrecían a sus clientes bloques de turrón del de Alicante, de Valencia y de Barcelona, a los que se añadían otras variedades, con frutas escarchadas o compuestos por distintas capas de diferentes colores. Sin embargo estos no eran los únicos turrones que los bilbaínos podían degustar. En algunas de las pastelerías de la villa se vendía el llamado turrón de Sokonuzko. Este nombre le viene del de un pueblo de Méjico, cuya traducción es pepita de cacao, por lo que fácilmente se puede deducir cual era el ingrediente fundamental de este dulce. Efectivamente, se confeccionaba a base de tres capas de diferentes chocolates y lo comenzó a fabricar un cocinero de Bilbao que estuvo hace 100 años en el citado pueblo mejicano, donde aprendió los secretos de la elaboración de los dulces de chocolate.
Llegó y pasó la Guerra civil Española, y con ella el periodo de escasez durante la autarquía franquista. En los años sesenta del siglo XX, nuevos tiempos de desarrollismo cambiaron el panorama social de Bilbao, en los que a las tradicionales pastelerías con sus productos de siempre, se sumaron nuevas alternativas dentro de una dinámica empresarial y de oferta cada vez más diversificada.
Por ejemplo, la casa Zuricalday, de merecida y reconocida fama, amplió el número de sus locales. Entre sus productos destacaban y destacan hoy en día también, los bollos de mantequilla, que, dentro de su sencillez, han ganado un justo renombre dentro y fuera de Bilbao. Su secreto, la esmerada calidad de unos bollos de leche, rellenos de exquisita crema de mantequilla. Por su parte, la desaparecida pastelería de Santiaguito, situada junto a la iglesia de Santiago en las Siete Calles, era también famosa por otro icono de la pastelería bilbaína, nos referimos a los pasteles de arroz. Estos dulces constituían otro ejemplo de la sencillez, tanto por sus materiales como por su elaboración, convertida en auténtico deleite.
Entre estas pastelerías tradicionales de Bilbao nos encontramos, además, con la de Arrese, especializada en pastas de tés y trufas; La Suiza, con una amplia selección de tartas; y también con la pastelería Jáuregui, que ofrecía una deliciosa selección de dulces y mermeladas caseras. Pertenecientes a otro tipo de gestión empresarial y dentro de una concepción más vanguardista de la elaboración de la repostería, cabe indicar las cadenas de pastelerías, Urrestarazu, Artagan, y Nevada.
Como colofón final de este artículo, queda por hacer una breve reseña de algunos de los pasteles más emblemáticos de Bilbao. Ya hemos indicado que los bollos de mantequilla son unos de los protagonistas indiscutibles de la repostería bilbaína. En opinión de algunos, su origen está en los bollos que se elaboraban en el Café Suizo, a los que a alguien se le ocurrió abrirlos por la mitad y untarlos con crema de mantequilla.
La carolina, es otro pastel que surgió de la inventiva de un pastelero bilbaíno, que ante la inapetencia de una hija suya que llevaba este nombre por los dulces, decidió idear un pastel que le gustara a la niña. La solución fue sencilla, una base de bizcocho de almendras con merengue por encima y cubierto con chocolate y cobertura de yema de huevo. Al parecer, a la criatura le gustó el nuevo pastel, por lo que el pastelero decidió bautizar su creación con el nombre de la hija. Fue tanto el éxito que este tipo de dulce alcanzó entre los niños, que se inició la costumbre de preparar para las fiestas infantiles una tarta, que no era otra cosa que una inmensa carolina y que tal nombre también recibía.
Para finalizar, llegamos al Pastel de arroz. Muchas son las teorías sobre el origen de este dulce. La más curiosa, que no exenta de visos de realidad, es la que refieren marinos bilbaínos, para quienes este pastel tiene su origen en los pasteles que en Filipinas se hacían con harina de arroz. Traída esta receta a Bilbao por los marinos que hacían la carrera de Indias, la harina de arroz se sustituyó por la de trigo, y es aquí donde reside precisamente la paradoja de este dulce, que ha mantenido su nombre inicial de pastel de arroz, sin que cuente con este ingrediente para su elaboración y sin que, por lo tanto, sepa a arroz. Mientras tanto, hay otros que apuntan a que el origen de este pastel está en rellenar una base de hojaldre con una crema espesa de arroz con leche, uno de los postres más estimados por los bilbaínos, y cubrirlo todo con otra capa de hojaldre. De todos modos, sea cual fuese su origen, este pastel se ha convertido en santo y seña de la repostería bilbaína.
Este artículo es un resumen del artículo original que se publicó en la Revista Aunia, nº 11, verano, 2005, págs. 110-125.